Cuando era más joven alguien me preguntó: “¿por qué te gustan los conciertos? Están llenos de gente, el sudor, la cerveza, los empujones para que no veas bien el escenario. No, son demasiadas molestias”.
En otra ocasión una jefa que tuve también me preguntó si tenía alguna religión o creía en alguna deidad y concluyó diciéndome: “…o ¿tu crees en el rock?”. Ninguna de las personas que me rodean se explican como alguien que llega a ser tan huraña, reservada, callada, que no le gustan las fiestas, las bebidas alcohólicas, que no baila; le encanta ir a lugares tan concurridos, llenos de alcohol, donde la música retumba en tus oídos hasta dejarte un zumbido toda la noche.
Yo tampoco me lo explico. La primera vez que fui a un concierto tenía alrededor de 15 años. Fue el concierto de una banda mexicana y estaba muy emocionada. Sentí esa clase de electricidad que te recorre el cuerpo de la punta de los pies a la cabeza. El corazón te late cada vez más rápido y sientes que con cualquier toque de las yemas de los dedos incendiarás el lugar. Para alguien como yo, tan callada y tímida, poder cantar en voz alta en un lugar público sin que nadie te escuchara realmente resultó ser liberador.
Luego, tuve otra emoción más intensa a los 16 años, cuando mi banda favorita vino a la ciudad. Alguien tan penosa como yo, se encontró a sí misma llorando mientras cantaba, casi gritaba, una de las canciones que la alumbraron cuando todo se oscureció. Fue ese momento, donde la electricidad, el golpeteo constante del corazón, el ardor en la garganta y el llanto en las mejillas me dieron la respuesta.
Construí mis sueños y, parte de mi carrera (imaginaria) alrededor de los conciertos. Todavía hoy si alguien me preguntara cuál sería mi trabajo ideal, la respuesta se las daría mi yo de 16 años: ir a conciertos y reseñarlos.
Reseñarlos seguramente no sería la palabra adecuada para los “expertos” conocedores de las revistas musicales que leía ávidamente de adolescente. No hago reseñas realmente, lo que mis manos escriben es el resultado de esa electricidad que sale de la yema de los dedos cuando voy a los conciertos.
A los 17 años fui a un concierto de música electrónica. Una de mis hermanas me dijo: “¡qué risa que vas, si ni sabes bailar!”. Para alguien tímida como yo, qué importante era bailar. Ese día el cuerpo solo se movió al ritmo de la música y las luces estroboscópicas que danzaban con todas y todos nosotros. Las manos, los pies, la cadera, el pecho hacían movimientos involuntarios que controlaba una parte de mi que no era consciente, yo creo que era el corazón.
Todavía recuerdo los nervios que me dan antes de que inicie el acto en vivo. Son los clásicos nervios que te daban un día antes del campamento escolar, pero multiplicados por un millón. El interludio cuando se apagan las luces y sabes que cuando se enciendan algo dentro de ti también se encenderá.
Todas y todos ahí somos desconocidos, pero el corazón nos late de la misma manera. Corearemos esas canciones al unísono. Alguien al frente nos guiará para saltar y movernos a su antojo. Alzaremos las manos y miraremos al cielo como en una especie de plegaria, del rezo que nos permite estar vivas y vivos en ese momento.
Todavía cierro los ojos y recuerdo esos momentos, todavía incluso puedo sentir cómo mis mejillas calientes con las lágrimas se enfrían en un resoplido del viento al recordarme que mi cuerpo tiene temperatura, que estoy viva.
En otro momento les dije a mis sobrinos: “ay, con esa (canción) voy a llorar” y me contestaron: “tú siempre lloras”. Cómo no hacerlo, si estar ahí en comunión con algo tan profundo y hermoso como es la música, sintiendo alrededor otros corazones latiendo tan fuerte como el tuyo, escuchando la garganta del otro o la otra que se complementa con esos buffers gigantes que nos hacen literalmente temblar, vibrar. Lloro porque sigo viva, porque estoy presente.
Hubo conciertos donde me emocioné tanto que sentía que conocía a la gente a mi alrededor, que sin realmente conocerlos cantábamos juntos, brincábamos y me sonreían para darme a entender que lo sentían exactamente igual. En esa estrofa y en esa nota había un dejo de salvación que nos rescató a cada una y cada uno.
Estos días estuve triste al darme cuenta que la “nueva normalidad” nos arrebató eso. Ayer vi videos de conciertos y me pregunté cuándo volveríamos a esos lugares, a los lugares ruidosos, unidos por el ritmo, moviendo el cuerpo; chocando entre nosotras y nosotros, cuándo nos quedaremos afónicas o afónicos, cuándo mis mejillas se llenarán de lágrimas, cuándo volveremos a gritar: “oh my baby, oh my baby, oh my, oh why”, cuándo el sonido entrará en mis oídos y se instalará bien profundo en el corazón, cuándo me sentiré viva otra vez.

Deja un comentario