Acompáñame en días fríos

Ilustración de Karina Muscarina

De niña me decían que los dulces se tenían que consumir de forma moderada. Nunca sentí un estallido de sensaciones con otros dulces, pero me gustaba saborear tonos artificiales, preguntarme cómo los crearían y por qué sabían a algo que no podías describir.

Sin embargo, ahí estabas. Eras y eres mi favorito porque no puedo comparar tu sabor con algún otro y aun así eres tan característico que al primer contacto con mi lengua sé exactamente lo que pasará. Un día puedes ser una combinación de exaltación, recuerdos y ternura, pero al otro podrías ser ese arrebato pasional y casi amargo que me eriza la piel.

Parece imposible que vengas de la naturaleza, que tu corteza gruesa y café encapsule ese sabor tan deseado por el conquistador y el conquistado. Pero eres mítico y ancestral también, y quizá por eso al saborearte me transportas a otras dimensiones donde los sentidos están más alerta y finalmente viajan a los rostros y los abrazos del ser amado.

El olor nos seduce a propios y extraños, nos guía hasta tu cobijo amargo y dulzón a la vez. Te llevas bien con todo, con lo dulce y lo salado. Tu composición encaja bien con cada alimento; te pueden llevar al plato extendido de la comida familiar o a la taza de barro en las mañanas con neblina.

Aunque también te compactas en barras, te han llevado a todo el mundo experimentando con la leche, el azúcar y un sinfín de ingredientes. Así te podemos encontrar en cada esquina cuando la panza hace una suerte composición bastante errática para avisarnos que el cuerpo necesita alimento. Y tú nos alimentas, pero además de acallar esos quejidos del estómago, tú nos alimentas el alma.

Te disfruto en cualquier época y casi a cualquier hora, aunque en el calor te me escurres y te derrites entre mis dedos que tendrán las huellas de tu ausencia. La verdad, te quiero más en el frío cuando nos resguardamos debajo de las cobijas para evitar el gélido ambiente.

Me acompañas en los días tristes y melancólicos porque tu textura, tu dulzura, tu potente sabor y tu olor se llevan bien con las saladas lágrimas que se secan en las mejillas. Tus contrastes me evocan a distintas épocas en mi vida: la mirada de mi abuelo en las tardes al terminar de quitar la maleza de su árbol; en la llegada de mi padre después de la larga jornada de trabajo; en la familia reunida en el pueblo; en las charlas íntimas de amigas; en las decepciones amorosas; en los días donde el ciclo menstrual comienza y sólo necesito de tu compañía.

Eres sólido, eres líquido y te envuelves en las entrañas para acariciar el interior. Debo confesar que me gustas más dulce, quizá porque la vida ya me sabe lo suficientemente amarga; pero cuando eres amargo me recuerdas que el trago también va a pasar y se quedará el recuerdo del sabor en la lengua, tal como se quedan las memorias en el cuerpo.

Te puedo compartir, el resto puede saborearte, pero eres sólo mío. Combinas perfectamente con aquellas melodías británicas tristes y me divierte pensar en ello porque pienso que colonizaste a tu colonizador. Tu forma, tu color, tu aroma decidió atrapar a todo el mundo, pero te quedaste conmigo.

Esta tarde cuando te derretías en mi lengua y me recorrió un escalofrío cuando pasabas por mi garganta; cerré los ojos mientras hubo en cada papila gustativa una explosión, me aferré fuerte a la almohada y hundí el cuerpo en el colchón. Acompáñame en los días fríos, en los que me das energía cuando no quiero salir del fuerte de la cama.

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