Sakura

«Quiero espacio para ver las cosas crecer», canta en una canción Florence Welch. Eso necesitaba yo, se necesitan más cosas, mas no objetos, de los que una tiene.  Se necesita tiempo, espacio, tranquilidad, amor, paciencia, comprensión y empatía.

La jacaranda tiene una prima lejana. En México, el árbol de jacaranda tiene una flor cuyo color nos representa cada marzo. Las jacarandas nos indican el inicio de la primavera y el mes donde nuestras voces resuenan en las calles con más ahínco, mientras nos cobija el color púrpura de la flor que adorna nuestras fotos y nuestros corazones en una ciudad tan salvaje y despiadada como esta.

Esa prima lejana vive en Japón, su nombre es sakura o árbol de cerezo. Se cuenta que durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio trajeron desde ese remoto país árboles de cerezo como alianza y símbolo de la amistad entre los dos países. Lamentablemente, las condiciones climatológicas impidieron que el árbol de cerezo floreciera en la Ciudad de México.

También se cuenta, a falta de evidencias contundentes sobre el origen del árbol de jacaranda en México, que fue un famoso jardinero japonés llamado Tatsuguro Matsumoto a quien se le encargó la tarea de tapizar la ciudad con su propias sakuras, por lo que recomendó la plantación de jacarandas.

Las jacarandas son árboles endémicos de Brasil donde se les conoce como Yacarandá, pero en México se han propagado tanto que se las ha considerado originarias de aquí y una postal característica de la CDMX en las fotos de Instagram durante marzo y abril.

A diferencia de la jacaranda, la sakura tiñe de rosa las calles de Japón. En dicho país, la flor de cerezo es muy representativa, aunque la flor oficial del país del sol naciente es el crisantemo.

Los japoneses le dedican a la sakura un festival llamado hanami, que significa ver flores, en el que se reúnen familiares y amistades a observar los árboles de cerezos. Lo hacen para admirar y reflexionar sobre lo efímero de la vida.

De aquello va el simbolismo de la sakura debido a que únicamente florecen en primavera, por lo que tiene una corta vida. Incluso, era la flor que identificaba a los guerreros samurái pues se le encontró cierto paralelismo entre la vida de estos combatientes y la flor de cerezo.

También, los japoneses le otorgan cualidades como la inocencia y la sencillez, y representa la transitoriedad o el renacimiento con cada primavera. Estas flores crecen durante esa época, canta Florence, que viene con un tipo especial de tristeza.

Florecen…

Aquella bolita en el pecho apareció en abril, en la época donde florecen las sakuras y como ellas me recordó lo efímera que soy. Pensé: «no todo lo que crece florece», porque esa bolita creció dentro de mí y estaba desprovista de belleza e inocencia.

Una de esas bolitas creció en el pecho de mi tía y se convirtió en una amenaza, se convirtió en el cáncer que hacía peligrar su vida. Bajo tal herencia convertida en sentencia crecí y se reafirmó en el cuerpo de mi padre: yo estaba destinada a lo mismo.

Pase años rechazando mi cuerpo, años cubriéndolo de pura vergüenza, esa que se acompaña con unos pesados bloques impuestos de la feminidad y de lo que se supone o cómo se supone debo lucir. Pase años odiando mis pechos, que un día crecieron durante mi adolescencia, pero que nunca crecieron lo suficiente para el deleite y el goce de los hombres.

Todo ello me hizo resolver que yo no era lo suficientemente mujer, que mis pechos pequeños eran dignos del rechazo que les transmitía una y otra vez. Luego, los volví a mirar e incluso los toqué con miedo, con el temor de que aun siendo pequeños serían una amenaza para mi vida.

Un abril en el que las sakuras florecen apareció el tumor en mi seno derecho. Fue una advertencia, un llamado de atención desde el interior para recordarme que no soy muchas divididas, que este cuerpo siente, resiste y existe, pero que si lo sigo maltratando no va a existir más, no existiré.

No dejo de pensarlo, esta existencia de mujer me dice que el dolor, el hartazgo y la opresión atraviesan esta cuerpa mía que tanto ha hecho, que tanto ha recorrido y que tanto ha luchado, incluso contra ella misma.

Me equivoqué. Florecí como las sakuras porque me obligó a tener mi propio ritual hunami, a detenerme y observar hacia adentro. Tuve que revisar cuánto rechazo y desamor me tuve y entender que la belleza no radica en el cuerpo perfecto, sino en que en esta vida somos pasajeras y que en lo efímero también trascendemos.

Hoy me aprecio y me quiero un poco más, mis pechos no tenían y no tienen nada malo. Seguiré en el camino de amarlos aun con las cicatrices y la transitoriedad de una estación a otra, con el recuerdo de una bolita que creció para que yo floreciera.

En China, las sakuras también simbolizan poder, belleza, fortaleza y la sexualidad femenina, qué maravilla cómo nos conectamos con esta madre tierra que también nos ha parido y a la que hemos desagradecido muchísimo.

En mi jardín personal hay varias flores que representan a mis hermanas, amigas y compañeras; cada una resiliente, cada una distinta. Yo soy una sakura que florece en las primaveras que tienen algo de melancolía porque reflexiono cada tanto sobre lo fugaz que soy, lo fugaz que es todo: «¿y si un día no hay tal cosa como la nieve?».

Todas florecemos y para lograrlo necesitamos dejar de perder el tiempo odiándonos y rechazando la mujer que somos. Este breve momento llamado vida se vuelve ligero en el abrazo del cobijo que nos damos en las mañanas frías o en la caricia en la mejilla que nos dedicamos al desperezarnos.

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