Lisztomania es la palabra acuñada para definir la necesidad constante de escuchar música. Lisztomania está tatuada en mi cuerpo junto con otras frases de canciones especiales para mí.
Desde muy pequeña tuve una fijación no muy “sana” con la música, casi obsesiva. Empecé por el género más conocido para una niña: el pop. Mi cantante favorita era Britney Spears. Coleccionaba religiosamente cada revista con Britney en portada. Sin embargo, también fui expuesta a un sinfín de géneros de música en mi casa.
A mí me atraía el pop en inglés, a mi mamá le gustaban las salsas, las cumbias y José José; a mi papá le gustaba el rock viejito, pero se adaptaba al gusto del público; mi hermana mayor fue seducida por el pop en español; otra de mis hermanas escuchaba a Pink Floyd y Tracy Chapman y la menor de mis tres hermanas iba fluctuando entre el pop y el rock. El sonido ecléctico de mi casa era una variedad de ritmos tolerables, algunas veces, y encantadores otras tantas.
Conocemos la misoginia y al mal padre en la historia de Britney. A mí, en cambio, me llegó la adolescencia y una sensación interminable de incomprensión. Esa etapa complicada donde mi descubrimiento resultó ser gran parte de quien soy ahora. Muchos de mis sueños se gestaron en esa edad.
Como acabé viviendo con mi papá y la menor de mis tres hermanas, pronto sus influencias musicales se permearon a mí con una sed impresionante de encontrarme. Eso y las estaciones de radio capitalinas Radioactivo (ahora Reactor) y Alfa fueron mis referentes en cuanto a la música.
Como siempre he sido una persona muy audiovisual, otro elemento importante en mi formación musical fue ver videos por el Canal 28, ahora extinto, creo. Ambas formas de arte: la música y los videos alimentaron mi temprana creatividad e imaginación.
Al cumplir los catorce años inició mi desajuste del sueño y los insomnios aparecieron. Llegó la soledad y una profunda tristeza. Me sentía sola, incomprendida e inadaptada, como toda adolescente, supongo, pero fue peor cuando se acumuló la nostalgia, la depresión y los pensamientos suicidas.
Mi ritual al salir todas las tardes de la escuela era llegar a casa, poner uno de mis discos favoritos, acostarme en el piso y llorar. Por las noches, durante el insomnio el ritual se repetía: preparaba los discman con pilas, me colocaba los audífonos de diadema y lloraba en silencio en mi cama, mientras dejaba salir el dolor.
No entendía el significado de las canciones. Siempre he tenido esa tendencia colonialista de escuchar música en inglés, pero esas canciones me hablaban a mí, apelaban a un sentimiento mío. En ese momento la música me dio un mensaje importante: no estás sola. Me dio, también, una razón para vivir.
De niña y adolescente fui “bien portada”, en la escuela me decían ñoña, no tenía muchas amigas, la escuela me atormentaba, mis padres estaban divorciados y casi todo el tiempo estaba sola. Me sentía muy enojada.
En la secundaria me volví una malhablada y me ayudó a dar escape a mis frustraciones, pero el enojo no se acababa. A veces, llegaba de la escuela y ponía una canción de rock progresivo a todo volumen mientras corría como loca por toda la casa. Cantaba, más bien gritaba la canción y disfrutaba cómo los vidrios cimbraban en el departamento. Seguro mis vecinos no lo disfrutaron tanto como yo.
El rock me dio la oportunidad de enojarme, de descargar la ira, prohibida desde niña. Todo el peso de las imposiciones y los estereotipos se desbordaba en cada riff de guitarra, en cada golpe amplificado de la tarola y los platillos.
Luego, en la preparatoria, la música me ayudó a moldear una identidad y confirmar: efectivamente, era una inadaptada y me enorgullecía, estar inconforme con las imposiciones y el deber ser me ayudaba a mirar más allá.
Uno de los recuerdos más bellos de mi vida es el primer concierto de mi banda favorita en ese entonces. Ahí pude ser libre. Canté fuerte, lloré, grité, brinqué, bailé. Todo eso se me había negado hacer, supuestamente yo no tenía la personalidad. Por esa razón, otro de los rituales de salvación empezaron a ser los conciertos; ahí, irónicamente, entre tantas personas, yo podía respirar.
Parece increíble. Algo tan mundano, capitalista y enajenante como los conciertos me lleva a otro mundo, a uno donde soy más yo. Desafortunadamente, la cochina pandemia me arrebató eso y me he quedado sin oxígeno, un poco más seca, añorando volver a vivir esos momentos que ahora sólo puedo recordar viendo videos.
Escuchar música se volvió un proceso sanador para mí. Mucho más joven, cuando tenía un mal día y todos dormían en casa, armaba mi lista de reproducción en el iPod acorde al estado de ánimo y, lo voy a confesar, tocaba mi guitarra imaginaria mientras hacía headbanging o el famoso arte de sacudir la melena hasta las dos de la madrugada; hacerlo resultaba ser liberador y hasta buen ejercicio. Ya no lo hago más mi cuello lo resentiría.
La música me dio muchas experiencias y aprendizajes. Tuve viajes densos (sin drogas) con la voz de Björk; dejé de temerle al cabello corto cuando vi a Karen O moviendo su corta melena mientras cantaba; lloré muchas veces con Amy Winehouse, reía con Lily Allen, me alocaba con Garbage y No Doubt, aprendí de la poesía de Florence.
El rock es mi género favorito, pero a veces me decepciona. La música, como muchos otros ámbitos, esta cargado de una profunda misoginia. Hace siete años compré una guitarra eléctrica; no he aprendido a tocarla, principalmente por miedo. El miedo a que el rock fue capitalizado muchísimo tiempo por hombres y sólo hasta ahora, con mucha vergüenza debo admitir, me he dado a la tarea de rescatar a las mujeres de mi selección musical, enterradas en el mundo de los hombres por tanto tiempo.
Ahora mi playlist es algo más miscelánea. Hace poco, como chavorruca, descubrí el K-Pop. A pesar de estar muy consciente de la explotación que viven esas personas, me sorprende el resultado artístico, casi “perfectamente” maquilado. Eso me impresiona del pop coreano, presumo.
Siempre recurro a la música, para concentrarme, para desconcentrarme, para cocinar, para bañarme, para escribir, para dormir, para despertar, para leer, para acabar cantando en lugar de leer, para bailar, para recordar, para alegrarme, para llorar; la escucho de fondo o a todo volumen, en compañía o en soledad.
La música me rompe el corazón cada tanto, vivo una relación romántica con ella. Me permitió soñar y el capitalismo es despiadado con las y los soñadores. Aún así regreso a la música, me hace sentir, me recuerda mi presencia… mi existencia; regreso a ella por el nudo en la garganta que siento cuando le escucho a Florence cantar:
Quiero espacio para ver las cosas crecer,
Pero ¿soñé demasiado alto?,
¿Debo dejarlo ir?,
¿Qué tal si un día no existe tal cosa como la nieve?
¡Oh, Dios!, ¿qué es lo que sé?
Mientras el sonido de la percusión de fondo lleva el ritmo, unos coros, violines y trompetas acompañan suavemente su voz mezzosoprano. Luego, las percusiones se detienen dejando únicamente un ligero coro y el sonido de las cuerdas en dónde ella remata cantando:
Y no sé nada,
Excepto que el verde es demasiado verde,
Y que hay un tipo especial de triste que parece venir en primavera.
Se escucha de lejos, apenas perceptible, cómo Florence toma aire dos veces para volver a explotar en el coro, mientras ese nudo en la garganta se convirtió en lágrimas bajando en mi rostro.
Habrá explicaciones más elocuentes del por qué escuchar música nos pone contentas, libera químicos de la felicidad, dicen. Mientras tanto, yo ya le hice este texto a la música para agradecerle aquel mensaje cuando yo era adolescente: no estás sola. Y nunca más lo estuve al escuchar música.
Espero pronto nos volvamos a sentir en vivo, querida música.

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