
En un lugar donde buscar se ha vuelto oficio y profesión se inserta esta historia…
El amanecer nos había despertado en todo su esplendor. El sol iba subiendo y, poco a poco, el viento frío comenzaba a aplacarse. Íbamos calladas, con nuestras herramientas en las manos. Hoy por fin sería el día. Lo habíamos planeado tanto, trazando las rutas de exploración, previendo las condiciones climáticas; el mapa se nos había dado de forma incógnita, pero a pesar de las raras circunstancias, esta cartografía de la fe nos acercaría a nuestro objetivo.
La búsqueda de estos tesoros nos ha tomado días, meses y años. No hemos claudicado, es menester encontrarlos; nuestras vidas dependen de ello, el aliento que nos queda lo dedicamos a esta travesía que no nos fue consultada, pero que, sin embargo, aceptamos. Estas búsquedas se tratan de eso, de no desistir, nunca.
El corazón empieza a latir tan fuerte en cada una de nosotras, cuando nos vamos acercando al lugar, que se escuchan como tambores sincronizados, anunciando belicosamente nuestro arribo y con la determinación de no irnos del lugar sin los tesoros.
Las naves se detienen, una detrás de otra. Nos miramos, algunas tienen lágrimas en los ojos de la emoción, de la melancolía o la tristeza, pero nunca de cansancio. Este trabajo no nos puede encontrar agotadas, aunque algunas hayamos estado en vela esperando este día, aunque algunas llevemos en vela meses y años.
Bajamos de las naves con las herramientas, todas uniformadas con botas, gorras, lentes especiales y guantes. Algunas armadas hasta con un séptimo u octavo sentido que les permita ser más suspicaces a cualquier indicio, a cualquier señal que nos guíe a nuestra meta. Miro a las otras recias y enteras, aunque nos falten mitades, a pesar de que sé que por dentro a todas nos vuelca un nuevo terreno desconocido por explorar y las emociones que vienen con los hallazgos o los sentimientos cuando no encontramos nada.
Abrimos el mapa y en grupos nos vamos repartiendo las zonas. Cada equipo tiene una tarea y ante cualquier descubrimiento repasamos las cuidadosas instrucciones de aviso al resto de nosotras y sobre las diligencias en caso de cualquier hallazgo.
Los murmuros se mezclan con los gritos de llamado, las pisadas y los metales chocando entre sí entre nuestros brazos o manos nos dan un ritmo inesperado. El terreno es árido en algunas partes y en otras un poco más lodoso. Nos encontramos casi a la orilla de un caudal y nos preocupa no estar preparadas para sortear los retos que el agua y la tierra nos deparan.
Camino con paso firme y quisiera que, con cada choque de mi pie contra la tierra, ésta se estremezca y provoque un temblor que abra el terreno para mostrarnos lo que necesitamos. Voy marcando cuidadosamente el camino, anoto puntos de referencia y con mi herramienta voy clavando una varilla de hierro, hundiéndola y sacándola para inspeccionarla.
Han pasado seis horas y hasta el momento sólo hemos tenido falsas alarmas. No hemos comido, pero ya olvidamos cómo se siente el hambre, algunas ya hemos olvidado cómo sentir cualquier cosa. En este terreno mitad desierto, mitad olvido nuestros músculos se entumecen y nuestras mentes los obligan a continuar.
Lo único que sentimos es sed porque cuando el sol llegó a lo más alto fue implacable. En lugar de beber, vertíamos el líquido por nuestro rostro sólo para ocultar también algunas lágrimas y seguir con el andar de la pesquisa. Una compañera nos obligó a comer para estar fuertes, así que nos reunimos, de nuevo, todas con la cara llena de mugre y las botas llenas de polvo o lodo.
Nos obligamos a comer, a mí ya la comida me sabía a tierra, a esta tierra en la que sentía que me enterraba, alejada de la posibilidad de encontrar estos tesoros que tanto anhelábamos obtener. Nadie dijo una palabra, comimos en silencio, hasta que alguien soltó, con voz entrecortada: “no vamos a encontrar nada”.
Si el mapa nos había mentido entonces desperdiciamos recursos y tiempo en lugar de revisar otros sitios que teníamos en nuestro radar. Yo dije que había que terminar el día, peinar la zona y luego rendirnos, pero no ahora, nos quedaban tres o cuatro horas a lo sumo y había que continuar. Nada se halló.
“Las Tesoro”, como se hacían llamar, tomaron sus herramientas, cansadas, adoloridas, decepcionadas y tristes. Subieron a sus naves para emprender otra nueva búsqueda. Mientras tanto, a cinco kilómetros más al norte de donde habían trabajado, un fuerte viento revelaba incipientemente trozos de tela y un tesoro que ansiaba regresar a casa, a los brazos de su madre.

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