No recuerdo que de niña me gustara el deporte. Era muy quieta y tímida, no era de esas niñas que saltaban de un lado a otro o que regresaran a casa llenas de tierra, lodo y raspones.
Descubrí desde muy pequeña dos cosas: no era buena para la actividad física o los deportes y no era buena en matemáticas. Hacía, sin mucho ánimo, los ejercicios de calentamiento y aeróbicos básicos que ponían en clase de educación física, pero nunca participé en las retas entre compañeros o en torneos de equipos.
No tuve muchos ejemplos de una vida fitness. Mi papá jugó fútbol, pero era muy malo. En cambio, mi mamá jugaba voleibol y era buena. Me llevó en un par de ocasiones a verla entrenar y jugar partidos; hacía unos saques increíbles, pero cuando nos intentó enseñar todas le salimos malas y le temíamos al balón, así que se dio por vencida. Les tengo miedo a todos los balones porque me han golpeado con todos ellos.
De niña y adolescente era muy delgada, “menudita”, como dicen las mamás, así que no recibí acoso escolar por tener sobrepeso y no viví con la imposición de hacer ejercicio para bajar de peso. A pesar de ello, mi relación con el ejercicio no fue muy buena.
En la secundaria odiaba la clase de educación física. El cuerpo en la adolescencia es muy extraño. Vi a compañeras intentar, de todas las formas, taparse porque les empezaban a crecer los pechos, porque se les subía la falda o el short y las que se avergonzaron por tener que hacer la clase con la falda manchada de sangre menstrual.
Siempre he sido muy pudorosa, no quería ni que me vieran las rodillas y era una tortura hacer una clase de educación física con un short y una camisa blancos. Mis compañeras y yo compartíamos el disgusto y la vergüenza de tener que exponer nuestras piernas, nuestros cuerpos.
Yo era mala para todos los deportes y a mis compañeros les encantaba señalarlo o reírse de ello. Nadie me escogía para sus equipos y eso resulta ser bastante humillante por sí solo, pero a eso se le agregaban las burlas cuando no pateaba bien el balón de soccer, no encestaba en la canasta, no corría rápido o no lanzaba bien “la bala” elaborada con harina y cinta canela.
Después de salir de la secundaria fui muy feliz de no volver a tener una clase de educación física. Odiaba el ejercicio, pero no lo decía abiertamente poque sabía que era mal visto. No tuve que volver a enfrentarme a la actividad física y la razón la conozco, nadie me instaba a hacerlo porque yo era delgada. Estoy segura de que si hubiera tenido sobrepeso, habría crecido con comentarios insistiendo en que comiera menos e hiciera ejercicio.
Siendo la más chica de sus hijas, mis papás ya no tuvieron la paciencia, ni el tiempo de enseñarme a andar en bicicleta o en patines. Aunque mi familia paterna sabe bailar, yo salí una roca y casi que una paria social por no saber hacerlo. Intenté aprender en clases de cumbia, sin ningún resultado porque mi coordinación es malísima.
La vida me llevó al ejercicio cuando la gastritis crónica apareció. Después de una endoscopia y varias consultas donde el gastroenterólogo me afirmaba que mi estómago estaba bien, pero yo le insistía en que tenía náuseas todo el tiempo, me dio un remedio “infalible”: haz ejercicio. Le hice caso en unas vacaciones inter trimestrales de la escuela y metí a clases de spinning.
La bici estática sería más fácil porque no podía caerme, pensé. Cuando entré al gimnasio donde daban las clases, me di cuenta de que hay personas que te menosprecian cuando identifican que no haces ejercicio y que nunca lo has hecho.
Por supuesto, la bicicleta estática no fue más sencilla. No llevaba ni media hora y yo ya me había cansado. Hice trampa y no subí todas las resistencias que dijo el instructor y al bajar las escaleras del gimnasio sentí que se me iban a doblar las piernas. Esa noche fue terrible, tuve fiebre y me dolía moverme, pero como ya había pagado las clases continué haciéndolo como una especie de tortura autoimpuesta.
Nunca he entendido el lema de la gente fitness: no pain, no gain. No le encuentro placer al dolor corporal y no entendía cómo es que la gente se sometía voluntariamente a eso para terminar con un dolor insoportable por días. Después de ese experimento con el spinning, no regresé al gimnasio.
Hice otros intentos, una vez hasta convencí a mi papá de ir a correr juntos en el acueducto que nos quedaba cerca. Al segundo día de nuestro compromiso, los dos caímos enfermos de gripa y tos por tener una pésima técnica y respirar por la boca. A pesar de que nadie me obligaba a buscar hacer alguna actividad, a veces, me convencía a mí misma porque sabía que no podía estar sin hacer absolutamente nada.
Intenté yoga, aerobics, spinning (de nuevo), ejercicio funcional, crossfit, correr, acondicionamiento físico para defensa personal y pilates, esta última duró poco porque cuando comencé a ir me lastimé el tobillo y lo dejé. Nada me gustaba, con nada fui perseverante, todo me causaba fastidio y me irritaba, no se supone que te sientas así después de hacer ejercicio, ¿o sí?
Otra de las razones para renunciar a esas actividades era la forma en la que instructores e instructoras, pero mayormente instructores, llevaban la clase. Me recordaban a las clases de educación física en la escuela, con un profesor que te silbaba en el oído si te rezagabas o te gritaba si no lo hacías bien. Yo no respondo bien a esas técnicas de “motivación”, ni siquiera respondo cuando alguien me grita, es una reacción instintiva.
Y es que aquellos no eran gritos motivacionales, eran gritos de reprimenda. Todas las personas vivimos experiencias diferentes respecto a cómo nos criaron, pero mis padres muy raras veces me gritaron, así que me hice muy poco tolerante a los regaños y gritos de otras personas que yo jamás recibí en casa.
Me chocaba sentirme como en entrenamiento militar. Lo refrendo, no se supone que estés haciendo ejercicio para estresarte o sentirte humillada porque el instructor te grita. Habrá a quien eso le motive, pero a mí no.
Otras experiencias negativas con el ejercicio son los gimnasios en sí mismos y hacer la actividad en soledad. Casi siempre, los ejercicios intenté iniciarlos si alguien me acompañaba porque me da ansiedad social llegar a un lugar nuevo, pero también porque me siento menos expuesta. Por eso no puedo lidiar con los gimnasios, me recuerdan al patio de recreo donde hacíamos educación física, un lugar donde se expone tu cuerpo y donde algunas personas creen que tienen derecho a criticarlo.
Igual que las mujeres tienden a compararse intelectualmente con otras, lo que hacen aún más físicamente. Menuda, escuálida y sin músculos como yo estaba, me daba mucha vergüenza llegar a los gimnasios con los pants que usaba también para flojear los fines de semana y mi playera oversized que ayudaba a no revelar mi figura. Una imagen que distaba de los cuerpos esculturales y con atuendos deportivos a la moda.
Así viví los veinte, intentando moverme esporádicamente sin conseguir encontrar un ejercicio que realmente me incentivara a volver a la siguiente clase…hasta que llegaron los treinta.
La negligencia por mi sedentarismo pasó factura y se le acumularon las afecciones que empiezan a salir como una especie de tómbola cruel cada año. Con la edad, el cuerpo, irremediablemente, cambia. Las mujeres crecemos escuchando frases muy negativas hacia nuestro cuerpo y eso merma la autoestima y nuestra auto percepción.
De muy joven no preocupé mucho por mi peso porque era delgada. Fue hasta después de ponerme el implante subdérmico cuando mi cuerpo sufrió cambios terribles, entre ellos el aumento de peso. Aun después de quitarme el implante, me costó meses recuperar el peso que tenía. No me animaba a ir con nutriólogos porque mis hermanas ya lo habían hecho y sus historias del terror con dietas restrictivas me parecían que sólo empeoraban la relación que tenían con la comida.
Sin embargo, llegué con una nutrióloga que me enseñó a comer y no me regañó, ni me sugirió comer algo que no me gustara; así que poco a poco llegué a mi peso saludable, no el ideal, sino el peso con el que yo me sentí cómoda. Me mantuve así un par de años y uno de los mayores beneficios de esa experiencia fue que aprendí a cocinar.
Sólo sabía hacerme sándwiches, me daba miedo tomar un sartén y jamás había cocido un pollo. Después de la gastritis aguda en la que bajé mucho de peso, comer me daba miedo porque pensaba que me iba a lastimar el estómago o me iba a doler la panza. Tardé mucho tiempo en volver a comer las comidas que me gustaban y lo hice paulatinamente. Luego, cuando ya me fui sintiendo mejor, utilizaba la comida para aliviar la ansiedad y la depresión. Poder prepararme de comer las porciones adecuadas y de forma saludable fue un gran logro para mí.
Pero padecimiento tras padecimiento se vuelve más complejo para mí regresar a hábitos saludables y cuando la ansiedad está a tope, es casi imposible no acudir a la comida porque me ayuda a sentirme bien, aunque sea por un momento.
A los 33 años me diagnosticaron hipotiroidismo y comencé a subir mucho de peso. Identifico los momentos donde más me he sentido inconforme con mi apariencia física y creo que ese momento fue uno de los peores. Dejé de ser muy delgada porque ya no entraba en mi ropa y me sentía incómoda en casi todas las prendas. Qué terrible es empezar a no sentirse una, a sentir vergüenza al verse al espejo e intentar taparte lo más que puedas para que no te vean.
Todo ello me empujó a hacer ejercicio, pero sabía que si lo tenía que hacer con tal perseverancia no podía tomar cualquier actividad, tendría que ser una que realmente me gustara. Fue así como llegué al aero bungee. Nunca fui muy hiperactiva, pero algo que me gustaba mucho era subirme al brincolín en las fiestas. Me gusta mucho brincar y me pareció que el aero bungee era un ejercicio divertido y diferente.
Al aero bungee se le unió el pilates, que ya hacía de forma más asidua porque mejoraba mis dolores de espalda por de estar tantas horas sentadas frente a la computadora. Un par de meses después llegó a mi vida una clase llamada Kangoo Jumps donde te pones unas botas con resistencia y, básicamente, brincas mientras haces una coreografía. Hace un par de días cumplí un año haciendo aero bungee y el próximo mes cumplo un año haciendo Kangoo Jumps, es el tiempo en el que más he hecho ejercicio en mi vida.
Tengo clases seis días a la semana. Me convertí en lo que tanto critiqué y hago lo que tanto dije odiar. Al inicio, tengo que admitirlo, lo hacía desesperadamente para bajar de peso y regresar a pesar los 48 kilos que pasaba antes de enfermar de la tiroides. No estoy bajando dramáticamente de peso y estoy resignándome a que quizá ya nunca vuelva a pesar eso porque mi cuerpo, con mi enfermedad, es diferente ahora, pero he aprendido mucho en este año.
Hacer ejercicio me ayuda a despejarme, me da shots de serotonina, me divierto y descubro que mi cuerpo puede hacer cosas que nunca me hubiera imaginado. No voy a decir que ya no me importa cuánto peso, me sigue importando, me sigo sintiendo incómoda en mi cuerpo y en la ropa, pero no pienso mucho en ello cuando hago ejercicio.
En la primaria no pude ser capaz de darme una marometa en la colchoneta, pero ahora puedo colgarme del bungee de cabeza usando la fuerza del abdomen. No puedo bailar y sufría mucho con las coreografías escolares, pero ahora logro hacer dos secciones coreográficas juntas en la clase de Kangoo Jumps. Todo eso que yo pensé que estaba impedida por mi falta de fuerza, coordinación y habilidad, lo he hecho con muchísima constancia y paciencia en mí y en mi cuerpo.
Hay veces que me excedo y tengo que reconocer que ya no tengo veinte años, que debo cuidarme y escucharme. No puedo ir a hacer ejercicio enferma, cansada o desvelada. No puedo forzarme a hacer movimientos con los que me siento insegura o que no domino bien porque podría lastimarme, ya me ha pasado. Así, he podido reconocer mis fortalezas y dolores e ir sanando, poco a poco, las heridas en la autoestima que dejaron de las burlas de mis compañeros y de las personas que opinaron sobre mi cuerpo o mis pocas habilidades.
Me ha ayudado muchísimo tener entrenadoras sumamente comprensivas y pacientes, que no me gritan y que me animan a seguir intentando para mejorar. Me siento segura y confiada porque, como ya he comprobado que pasa, cuando hay grupos donde hay sólo mujeres o hay una mayoría con mujeres me siento más relajada y siento menos pena de hacer el ridículo. Es más, me gusta ayudar a otras a sentir confianza en que pueden lograr hacer un movimiento. Para mí, los espacios con mujeres sí salvan.
No tengo que compararme con las otras y me gusta mucho ver cuerpos diversos en las clases; cuerpos que son fuertes y hábiles y que todos son capaces de hacer cualquier movimiento.
Si mi versión de joven me escuchara, no lo creería, pero me gusta mucho hacer ejercicio. El ejercicio me ha ayudado a sobrellevar las frustraciones de la rutina. A veces, me recrimino a mí misma por haber comenzado tarde, pienso que si lo hubiera hecho antes, hoy no sufriría las consecuencias del sedentarismo, pero llegué al ejercicio en este momento y no puedo hacer más que intentar ser consecuente y cuidarme. El ejercicio también ha mejorado mi relación con mi cuerpo, ya no lo hago pensando en que quiero bajar de peso, sino en el próximo reto que podré superar.
Hace unos meses vi una publicación en X de un hombre que se burlaba de las mujeres que hacen estas clases de ejercicios, decía que las mujeres de mediana edad hacen de todo, con tal de no hacer cardio real o entrenamiento con pesas. Afortunadamente, tanto aero bungee como Kangoo Jumps han mejorado y sanado mi relación con el ejercicio, así como mi condición física, mi fuerza y mi coordinación. Me gustan tanto mis clases que me molesta cuando tengo que faltar y lo convierto en un compromiso para dedicarme ese tiempo a mí misma y lo que me hace sentir bien.
No evangelizaría a nadie acerca de lo que yo hago para mantenerme en movimiento, ni soy un ejemplo o quiero que se lea esto como un llamado de atención para nadie. Cada persona llega al ejercicio o actividad que más le motive y le llene. Mis hermanas y amigas, después de hacer dietas y meterse al gimnasio a cargar pesas, se dieron cuenta que lo que les gusta es el patinaje, la natación, el yoga, andar en bicicleta, el senderismo y nada de eso se trata de pasar horas frente a un espejo, cargando una pesa, contando calorías y restringiéndose la comida. Habrá a quien le funcione, yo tuve que relacionar la actividad física con la diversión y no hay algo que me divierta más que saltar y la sensación de volar. Estoy infinitamente agradecida con mis instructoras, no saben que con cada clase, aportan un granito de arena a que me sienta mejor con mi cuerpo.

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